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CONTEMPLACIÓN DE LA NATURALEZA


Hay que ver cómo la vida moderna nos aleja de la naturaleza. En verdad, han cortado nuestras raíces temporales.

Los hombres han dejado de mirar al cielo, de alegrarse con la llegada del Sol, o embelesarse ante la fuerza del viento. Son fríos y hoscos. Encerrados en sus casas y en sus ciudades, tristes, sin exhuberancia, sin belleza, olvidados de la maravillosa inocencia del corazón.

Debemos reaccionar. Debemos volver a unirnos con la naturaleza. Pacificar el espíritu con su contemplación. Endurecer nuestro cuerpo con su contacto. Salir de las aglomeraciones e ir periódicamente a sumergirnos en bosques y parques.

Hay que acostumbrarse a contemplar la naturaleza. Contemplarla con frecuencia, de manera especial y con particular intensidad. La contemplación de la naturaleza debe ocupar un lugar privilegiado en la vida ordinaria. Haced lo posible para poder dedicarle cada día múltiples instantes a la contemplación.

Observa el espectáculo de la naturaleza, aunque se reduzca al de un árbol en una avenida o al de un ramo en su jarrón. Capta el silencioso mensaje de sus formas, colores y matices. Estad atentos a las modificaciones de luminosidad a lo largo del día. Guardad mentalmente el contacto con la tierra permaneciendo consciente de su presencia. Contemplad detenidamente el cielo. Sentid con intensidad la influencia que ejerce sobre ti el viento, la lluvia, la tempestad, el calor. Sed conscientes de la atmósfera que desprenden ciertos lugares silvestres, manteniendo un estado de receptividad hacia ellos.

Contemplando la puesta del Sol o el amanecer, la vegetación, las grandes extensiones de agua, de fuego, a través del contacto sensitivo con el viento, la lluvia, la nieve, la arena, entablamos relación con formas de energía.

Para quien esté extremadamente atento e interiormente silencioso, el mundo sensible obra sobre el mundo invisible.

Practicando este tipo de toma de consciencia educaremos nuestra sensibilidad, y descubriremos cómo una gran multitud de cosas quedaban generalmente fuera del campo de nuestra percepción cotidiana.

Numerosas son las ocasiones para contemplar la belleza de las cosas, y numerosos los objetos de observación.

En una calle triste, basta un hilillo de agua en el que la luz se refleje, para que el instante se vuelva maravilloso.

¿Cuánto tiempo dedicamos cada día a actividades que no tienen ningún valor?. ¿Por qué no reservamos cada día instantes dedicados a la tranquila contemplación del mundo?. Independientemente de las breve miradas a la naturaleza, las cuales deberían intercalarse en nuestras actividades cotidianas, sepamos reservarnos largos momentos de contemplación.

Vayamos a contemplar el cielo o un claro de luna, como vamos al cine o al teatro. Dediquemos de vez en cuando tardes o mañanas a la contemplación. Vayamos solos o bien con alguien que haya comprendido nuestro estado de espíritu, a algún lugar en el que la naturaleza nos agrade de forma particular. Allí, en el silencio y la inmovilidad, dejemos correr las horas. No nos distraigamos sino que inmóviles dejémonos penetrar por el ambiente, dejémonos penetrar hasta olvidarnos de nosotros mismos. Descubramos los lugares y las épocas precisas, y démonos cita a menudo con el espectáculo del mundo. Quien ha contemplado la naturaleza detenida y apaciblemente, sabe que ha salido de ella.

Vivir distraídamente es estar dormido. La contemplación es una vigilancia, y esta vigilancia es el primer paso en el camino hacia el despertar interior.

Vivir es percibir. En definitiva se trata de participar voluntariamente en el espectáculo de la existencia, de forma que lo podamos comprender.

La contemplación no tiene fin. Durante toda nuestra vida debemos mirar, y en la muerte comenzaremos a percibir otra cosa.

Practicando la contemplación del mundo exterior, nos daremos cuenta de que las manifestaciones de nuestra personalidad toman un carácter absorbente o dramático porque nos olvidamos contemplar el espectáculo de la gran manifestación temporal.

El carácter trágico de los acontecimientos humanos es el fruto de un aislamiento en nosotros mismos. Cuando me siento triste o enfadado, olvido la dulzura del cielo y el canto del pájaro. Tomar consciencia de que también eso existe, apacigua mi cólera y seca mis lágrimas. Cualquiera que sea la causa de nuestro dolor, el mundo continua ofreciéndonos su belleza. Siempre tenemos la elección entre permanecer conscientes de esta realidad, o seguir encerrados en nuestras preocupaciones, sin ver ni sentir todo lo que les es ajeno. Actuando de esta forma conocemos la amarga sensación de sentirnos desgraciados. Esta sensación refuerza el sentimiento de nuestro individualismo haciendo de nosotros unos egos duros y solitarios, perdidos en un mundo que nos parece hostil. En cuanto a aquel que vive en constante comunión con las cosas, que sabe olvidarse de sí mismo contemplando la vida, no se sentirá nunca irremediablemente triste o angustiado.

En el océano de lo manifestado, mecido por el cielo y el viento, acariciado por los árboles, iluminado por el resplandor de la vida eterna, sus problemas no serán más que pequeños problemas, y nunca se quedará encerrado en ellos.

Al contemplar el mundo exterior debemos hacer que se calle nuestra mente. Debemos evitar juzgarlo todo, etiquetarlo todo y catalogarlo. La receptividad necesita del silencio interior.

Si contemplo un árbol pensando en su esencia, su edad, etc., no estoy contemplando el árbol, sino pensando y analizando.

Para contemplar verdaderamente un árbol es necesario que mi mirada esté virgen de toda reflexión. Es preciso que todo yo esté en esa mirada, hasta no ser más que una simple mirada, sumamente atenta, serena y desnuda. Cuando toda clase de consideraciones mentales hayan desaparecido, la distancia que me separaba del árbol se esfumará y participaré de la naturaleza del árbol. Ya no pienso en el árbol, ahora lo siento desde el interior y me comunico con su expresión existencial.

En el temblor de una rama, el sentido del universo nos será silenciosa e inefablemente revelado. Ningún pensamiento será emitido, nos bastará con ver para comprender. Más allá del pensamiento sentiremos a nuestro espíritu juguetear en el infinito, mientras el infinito se manifiesta en las cosas.

Aprendamos a silenciar la mente y a perdernos en lo que contemplamos.

Hay dos formas de sobrepasar la mente. La primera consiste en convertirse en el observador de todo lo que es percibido exterior e interiormente. Cuando no dejamos ni un solo instante de ser el observador, cuando nuestra atención está únicamente dedicada a lo que somos en tanto que espectadores, el espectáculo desaparece, la mente se detiene y volvemos al silencio. Es un retiro fuera del mundo. La segunda forma de sobrepasar la mente consiste en concentrarse en lo que se percibe. Cuando esta concentración es perfecta, nosotros mismos desaparecemos, permaneciendo únicamente el espectáculo. Estas dos prácticas son complementarias. En una como en otra, el ego desaparece. Al convertirnos en el testigo de todo, descubrimos nuestra transcendencia. Al llegar a ser uno con lo percibido, desabrimos nuestra inmanencia.

En todas nuestras contemplaciones del mundo debemos abandonar la mente. Cuando el ego ha sido olvidado, cuando el pensamiento ha sido silenciado, en el despertar del corazón y el ensanchamiento de la sensibilidad, las cosas nos muestran su verdadero rostro.

El instante es puro éxtasis para quien sabe ver.

No se trata de literatura poética. Debemos educar nuestra mirada, educar nuestra percepción para perdernos en ella.

Estar dormido interiormente consiste en vivir sin ver, siempre ocupado, siempre preocupado por nuestros pequeños problemas. Proyectando en todo lo que nos rodea nuestras preocupaciones y conocimientos. Viviendo de esta forma no vemos nunca nada, el ego interpone constantemente delante de nuestra mirada su trama y sus agitaciones. Para ver debemos olvidarnos de nosotros mismos, olvidarnos totalmente. Es preciso que el ego se calle. Es preciso que el pensamiento se calle. Sólo entonces lo Real puede ser percibido, y con la percepción de lo Real, la vida estará colmada.

Cuando absorbidos por el objeto de nuestra contemplación nos hemos olvidado del ego, ¿qué es lo que somos?. Dejamos de ser una pequeña personalidad humana mediocre que reflexiona, analiza, y se emociona. ¿Qué es lo que somos?. Somos Consciencia. Somos uno con la consciencia del mundo. Esta consciencia que se manifiesta con el silencio del ego, no está unida a nuestra personalidad. Esta consciencia que surge no es nuestra consciencia, ya que el ego ha desaparecido. Esta consciencia que subyacente a la del ego se revela, es la consciencia del mundo, es la consciencia del árbol, del pájaro. Es la consciencia única que, bajo pequeñas consciencias fragmentadas perdura en su eterno éxtasis temporal. Detrás de la consciencia embrionaria de la roca y de la planta, detrás de la consciencia de cada animal y de cada hombre, detrás de lo que constituye su individualidad, la misma y única consciencia es la que contempla. Participar conscientemente en la consciencia cósmica es el último resultado de la contemplación del mundo exterior. Contemplar el mundo es aprender a superarse, y cuando hemos superado la personalidad humana, es posible percibir la unidad con el Todo. 



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