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LA SUMISIÓN A LA VOLUNTAD DIVINA


Cuando hemos comprendido que la vida humana es una especie de película proyectada por el divino pensamiento creador del Ser delante de nuestra consciencia intemporal, aceptamos enteramente el escenario concebido por la Divina Sabiduría Creadora. En tanto que hombre, actuamos según la ocasión y el fin del momento, pero no esperamos intensamente nada y no lamentamos profundamente nada. Guerra, paz, éxito, fracaso, placeres, sufrimientos, duelos, nacimientos, encuentros y separaciones, no son más que elementos del escenario que observamos con sensibilidad, pero sin apegos. Pues nuestra finalidad no está en desear que ocurra esto o aquello, o que no ocurra, sino en observar la película, apreciarla y comprender el mensaje que nos ofrece.

Con respecto a la significación de lo vivido, diremos que a partir del momento en el que un individuo hace acto de sumisión con respecto a la imprevisibilidad de los acontecimientos aceptándolos como la expresión de la sabiduría divina, y pensando que dicha sabiduría ejerce sobre él, así como sobre todos los hombres, una pedagogía destinada a hacer evolucionar espiritualmente a las individualidades humanas en la medida en que éstas participan en esta acción, aprenden correctamente las lecciones de la existencia. Dichas lecciones deber ser, por razones pedagógicas, unas veces dulces y otras amargas. De esta forma, desde el momento en el que un individuo acepta esta visión de la existencia, su interpretación subjetiva de los acontecimientos se modifica poco a poco, y la observación de múltiples hechos le confirma que es realmente guiado por una fuerza cósmica impropiamente llamada azar, cuyo fin es, por medio de un encadenamiento de circunstancias, ayudarle a espiritualizarse.

La vida de quien se ha sometido, deja de ser percibida como una vida ciega regida por la fatalidad. Todo adquiere sentido, las pruebas y las bendiciones de la existencia tienen significaciones precisas que le resultan fáciles de interpretar en el cuadro de su búsqueda espiritual.

En cuanto a la rebeldía en contra de las llamadas injusticias de la existencia, no es más que el fruto de la ignorancia. Ignorancia de la coherencia inteligente y particularizada del destino de cada individuo. Este conocimiento sólo puede ser adquirido por el proceso psicológico de la sumisión, cosa fácilmente comprensible pues para conocer hay que percibir, y para percibir hay que mirar. Y someterse es precisamente dejar de considerar las cosas a partir de las limitaciones de las ambiciones y de los deseos egocéntricos de la personalidad humana para llegar a ser capaz de verlas a partir de un punto de vista más amplio que se exprese como revelador del querer cósmico a través de los acontecimientos.

El fin de cada uno debe ser pues al nivel de la personalidad humana, de llegar, gracias a una sumisión atenta, a comprender el porqué del destino que le es individualmente propio, para cooperar a la realización de las potencialidades que detenta. Y esto tanto en las grandes líneas generales como en los pequeños detalles cotidianos. Todo puede instruirnos, fortificarnos, guiarnos, si sabemos sacar una lección positiva.

El hombre que vive bajo las pasiones, en lugar de contemplar la película de la existencia con la tranquilidad interior requerida, se identifica al personaje principal, grita, gesticula, llora, se excita, se enfada y se exalta, en función de las peripecias del guión. No estamos aconsejando la indiferencia total. La indiferencia total no es buena, pues la película no está proyectándose para que estemos indiferentes. Debemos prestarle interés, tal es por otra parte el movimiento al que estamos inclinados. Pero por medio de nuestro conocimiento metafísico y la integración profunda de este conocimiento a todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, dejamos de identificarnos, y de excitarnos tontamente con el escenario existencial. Someterse a la voluntad divina, es aceptar el destino que el pensamiento divino creador moldea para nuestra personalidad humana. Cualquier otra actitud es a la vez equivocada y estúpida.

Si la sumisión es la única actitud inteligente, no hay que olvidar que es al nivel humano donde hay sumisión. El hombre es una manifestación del pensamiento divino, y es aberrante que esta manifestación del pensamiento divino se imagine que el escenario general de su existencia es concebido según sus pequeños deseos personales. Someterse a la voluntad divina es pues tomar consciencia de que todo lo que le pasa al hombre está regido por la fuerza de la que él es una manifestación.

Mientras que al nivel humano la sumisión nos aparece como algo bien fundado, al nivel transcendente e intemporal, nivel en el que somos uno con Dios, no hay ni voluntad divina, ni sumisión, ni universo, ni hombre.

Es exteriormente a la Pura Consciencia del Ser donde el pensamiento divino y la voluntad o designio que la dirige, se manifiesta bajo el aspecto de la fiesta existencial.

Por la sumisión a la voluntad divina, la personalidad de armoniza con el universo, del que ella es una fracción.

Rechazar la sumisión es identificarse a nuestra personalidad humana, es encontrarnos obligados a compartir las angustias y los deseos que ella segrega. Es olvidar que Dios, en su manifestación cósmica, es el autor de todos los acontecimientos vividos. Si permanecemos conscientes de esto, nuestra actitud se modificará radicalmente. A partir de entonces, desear intensamente esto, o lamentar exageradamente aquello, será hacer ofensa al dios manifestado. Será perder nuestra receptividad hacia él. Será ponerse en contra de la corriente del orden cósmico.

Debemos estar plenamente atentos a los acontecimientos vividos, pues en ellos dios manifestado habla al hombre y le transmite un mensaje. Cada instante es, en su temporalidad, una creación del pensamiento divino. Desear o temer exageradamente, deplorar, revelarse, es ser incapaz de comprender el sentido divino de los acontecimientos que la existencia despliega delante de nuestros ojos. Pues para
comprender la significación secreta de las cosas, hay que silencia al pensamiento, a nuestros deseos y a nuestros lloros. Hay que pasar a otra cosa. Hay que dejar de ver la existencia con la mirada limitada de la personalidad egoísta, tristemente aprisionada por lo que le parece agradable o desagradable, tristemente encerrada en sus pequeños proyectos, es sus pequeñas esperanzas. Hay que mirar la existencia con el ojo de una personalidad vasta, fuerte e intemporal.

Para esta individualidad que es nuestra naturaleza profunda, ningún acontecimiento de la película existencial puede representar una ganancia o una pérdida. No hay nada que ganar o que perder, tan sólo todo a contemplar.

Cuando miramos la existencia con un ojo transcendente, la existencia se convierte para nosotros, más allá de lo que para la personalidad humana aparece como positivo o negativo, en un diálogo con la manifestación cósmica de Dios. Así, por intuición, comunicamos con la manifestación de su pensamiento. Tal es el sentido de la vida para quien sabe someterse y para quien, sabiendo someterse, es capaz de ver.

Por la sumisión, por la aceptación integral y sin reservas de la imprevisible y movediza feria existencial, una paz inmensa y profunda se instala en nosotros. Nos damos cuenta de la dulzura de no desear nada, de no lamentar nada apasionadamente y de aceptarlo todo. Desde entonces, sabremos que lo que vendrá estará bien y será bendecido por nosotros.

La personalidad humana considera las cosas a partir de una escala dimensional, y un punto de vista mucho más estrecho y limitado. De ello se deriva que, incapaz de comprender el sentido de la marcha colectiva de las cosas, incapaz de asir la finalidad de su propia vida, ahogado en consideraciones superficiales, aferrado a lo negativo, cuya finalidad positiva no sabe comprender, la personalidad humana se angustia. Busca desesperadamente soluciones, actúa febrilmente, se enerva cuando otras personalidades no comparten su opinión sobre algo que le parece vital. Sólo la vasta individualidad atemporal que reside en nosotros, sólo la Consciencia inmaterial, es capaz de ver lo bastante lejos.

Vivir al nivel de nuestra verdadera naturaleza que es la consciencia atemporal, es percibir el designio de la voluntad divina expresada en los encadenamientos circunstanciales, así como someter nuestra personalidad humana a la aceptación gozosa de todos los acontecimientos.

Someterse al destino, que es una expresión de la voluntad divina, y una manifestación del pensamiento divino, no significa adoptar en la existencia una actitud perezosa. No quiere decir no emprender nada, no luchar contra nada, no resistir a nada, utilizando engañosamente el argumento de la sumisión. No se trata de decirse: “Todo es el producto de la voluntad divina, por lo tanto yo no tengo nada que hacer, basta con dejar que las cosas se hagan solas”. Pues si todo lo que existe materialmente y psíquicamente es el producto del pensamiento divino, dicho pensamiento divino obedece a un determinismo bien preciso. De ello resulta que la pereza produce unas consecuencias bien precisas, mientras que la actividad determinada produce otras. En cuanto a la voluntad divina, si bien es cierto que nos empuja en una dirección determinada y que se manifiesta en múltiples acontecimientos, permanecemos libres de acompañar o de resistir a la dirección marcada por la voluntad divina, permaneciendo responsables de nuestra interpretación correcta de los avatares de nuestro destino.

Somos nosotros quienes debemos distinguir los diferentes signos que revelan la dirección a seguir. Distinguir lo que constituye un obstáculo que debemos superar para enriquecernos, de lo que representa una advertencia con respecto a un falso camino por el que nos hemos metido. Distinguir lo que tiene como fin probar nuestra determinación, de lo que tiene por objeto arrancar ciertas ataduras de nosotros.

Una cierta clarividencia es proporcional a nuestro grado de sumisión.

El aprendizaje de la sumisión consiste en esforzarse, en toda circunstancia, por no decidir, juzgar o interpretar las cosas a partir del punto de vista del ego.

Poner todas las cosas en las manos de Dios y aceptar por anticipado su veredicto. En toda ocasión sitúate delante de la exigencia espiritual y haz de ella tu criterio. Con respecto a cualquier acontecimiento, permanece interiormente atento a la presencia divina y actúa según lo que ella te inspire.

Vemos pues, que la sumisión a la voluntad divina no puede ser utilizada para justificar una pasividad dimisionaria frente a la existencia. 

Presupone interiormente un ejercicio de libre arbitrio y una actitud activa pues hay que ser activo para someter al ego y abrir la personalidad al flujo del querer divino.

La cuestión del libre arbitrio debe ser bien comprendida, pues gracias a él podemos someternos.

En tanto que hombre, somos un pensamiento de la mente divina, pero este pensamiento no es un pensamiento estático, es un pensamiento dinámico que, en el cuadro de los límites determinados por leyes precisas, activando los movimientos internos de los contenidos del mental divino, posee una autonomía relativa. Debemos pues, por una parte, actuar con interés y desapego en lo que respecta a los acontecimientos cuya responsabilidad nos incumbe. Pero por otra parte, debemos aprender a aceptar con sabiduría todo lo que no depende directamente de nosotros, ya se trate del resultado aleatorio de nuestras acciones, o de la imprevisibilidad de los acontecimientos. Dos definiciones pueden aclarar esta actitud:

Contar con uno mismo para realizar tan bien como podamos lo que estemos haciendo, y devolver a Dios en su manifestación lo que se refiere al éxito global de nuestro esfuerzo. Y esto sin prejuzgar lo que es verdaderamente deseable, ya que un fracaso material puede constituir en el cuadro de nuestra búsqueda espiritual una buena cosa; ya sé porque nos impide tomar un mal camino, ya sea porque la asimilación de esta prueba constituye la posibilidad de una ganancia espiritual importante.

Hacer de la adaptación a todos los acontecimientos nuestro designio principal, y al interior de cada contexto, fijarse un designio particular.

Por otra parte, la aceptación de “todo lo que no depende de nosotros”, debe acompañarse de una actitud de receptividad expectativa y clarividente, gracias a la cual, poco a poco, nuestro destino nos aparecerá como obedeciendo ocultamente a un querer iniciático con el cual tendremos a bien el cooperar.

Tal es la actitud general, gracias a la cual el ejercicio consciente del libre arbitrio, la aceptación pasiva del destino, y la sumisión activa a la voluntad divina, forman una completa armonía.

Que quede bien claro que, en la sumisión a la voluntad divina, la personalidad humana debe continuar actuando, emprendiendo, luchando y resistiendo, en función de lo que le aparezca, en una óptica espiritualizada, como justo y necesario.

Pero las acciones realizadas por la personalidad humana forman parte del escenario existencial contemplado por nuestra consciencia. Someterse es observar las acciones, los éxitos y los fracasos de la personalidad humana, con una mirada serena y desapegada.

La acción pertenece al dominio de la personalidad. La contemplación, al dominio de la consciencia. Somos actores y espectadores. Actores en nuestra apariencia, espectadores en nuestra realidad profunda. El actor debe jugar su papel y realizar las tareas que conlleva dicho papel. Por su lado, el espectador no debe identificarse al actor, ni dramatizar su historia. Debe mirarlo con atención, vigilancia, simpatía y comprensión profunda. El espectador no debe preocuparse por el futuro del actor, hacerlo es estar identificado. El espectador permanece feliz con todo lo que sucede, no siendo asunto suyo el asistir a un tipo determinado de espectáculo, sino descubrir con asombro maravilloso lo que el divino autor del espectáculo le revela por medio del escenario existencial. Esto es la sumisión.

La sumisión no es una actitud innata. Es una actitud que debemos adquirir. No se trata de comprender o admirar dicha actitud, sino de trabajar diariamente para adquirirla. Quien se esfuerza, lo consigue.

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