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LA SOLEDAD

El ego tiene la costumbre de poseerlo todo, es el proceso normal del egocentrismo. Al apropiarse furtivamente de las cosas, el ego se hincha desmesuradamente. Es como un gran saco que en realidad está lleno de nada.

La personalidad con su avidez de posesión intenta, por medio de círculos concéntricos, ejercer un dominio ilusorio sobre el mundo. De tal forma concibe sentimientos de propiedad sobre una vivienda, un coche, una mujer, hijos, padres, familia, país, raza, posición social...

El hombre, aquí abajo, tiene relaciones con las cosas, los seres, los conceptos. En realidad no hay nada más que relaciones, nada le pertenece.

Con dinero puedo comprar diversas cosas, estas cosas son entonces de mi propiedad en el sentido legal y convencional. Pero no son mi propiedad en el sentido egótico. Pues la posesión en el sentido egótico es una extensión del yo. Poseo lo que incorporo al yo, lo que se convierte en parte de mí mismo. Esta incorporación al yo se efectúa porque el sentimiento de posesión se añade sobre la cosa que creo poseer. El sentimiento de posesión engendra el apego: “me importa, pues es mío”. Si me privan de ello: “es como si me arrancaran una parte de mí mismo”.

A cambio de dinero puedo gozar momentáneamente de ciertas cosas. Pero nunca esas cosas formarán parte de mí. Siempre me serán extrañas. Querer a algo como “a la niña de sus ojos” es algo más que un abuso del lenguaje, es el síntoma de una identificación absurda con un objeto.

Las cosas materiales a las que nos identificamos se sienten como una prolongación pasional y sensitiva del yo. Así vemos a automovilistas identificados con su automóvil, y que se sienten heridos cuando otro coche les adelanta.

Cuanto más me proyecto sobre las cosas debido a la identificación posesiva, más frágil soy y más sujeto estoy al sufrimiento.

Usar las cosas sin revestirlas de un apego sentimental. Considerar mi relación con ellas como una relación momentánea entre dos realidades totalmente extrañas, es permanecer lúcido.

Pues yo soy diferente de todo lo que existe en el universo. Yo soy irremediablemente y definitivamente distinto y separado de todo. Creer lo contrario es una ilusión perniciosa.

Al saber eso vivo sin unirme sentimentalmente con nada.

Sé que las cosas que uso, las uso momentáneamente. Saberlo y no olvidarlo cuando gozo de esa cosa, es no sorprenderse o apenarse cuando esa cosa ya no me es accesible.

Todo lo que tiene un principio tiene un fin, todo lo que atraviesa el campo de mi experiencia lo abandonará un día u otro.

Mi mirada es la de la eternidad. Yo soy la eternidad atravesando un mundo efímero.

¿Poseo realmente una nacionalidad, una raza, una familia, o una posición social?.

En tanto que hombre he nacido en un país, con una ¿raza? Determinada, en una familia. Me desarrollaré en una u otra categoría social, pero no poseo ninguna de estas nociones. No son yo, ni tienen oportunidad de serlo nunca.

Yo soy distinto de todo esto. Yo soy yo, y yo soy completamente autónomo e independiente. Estoy yo y están los otros. Donde estoy yo no están los otros, y donde están ellos no estoy yo. No somos superponibles, ni asimilables. Somos distintos e independientes. Estamos irremediablemente separados.

¿Puede pertenecerme un ser humano?.

¡Cómo puede creer semejante cosa!. Puede haber una mujer con la cual vivo, niños que yo he engendrado, padres que me han traído al mundo. Pero decir mi mujer, mis hijos, mis padres, es utilizar un lenguaje engañosa. A este lenguaje corresponde una actitud mental determinada. Un ser humano no puede pertenece a otro. Cada ser humano es una realidad independiente y separada de los otros. Hay mujeres, niños y padres, pero yo no tengo ni mujer, ni hijos, ni padres. Yo no poseo nada. ¡Cómo podría poseer algo!. Tan solo tengo relaciones con los objetos y los seres.

¿Puedo llevarme a la mujer con la que me he casado o el coche que conduzco y he comprado, al más allá?. ¿Hay algo en el universo que sea inseparable de mí?. Al contrario, todo está separado de mí.

Estoy solo, aislado de todo y nada poseo.

Comprendiendo todo esto, viviéndolo interiormente, me doy cuenta de que soy absolutamente libre. Al no poseer nada, nada puede atarme. Todas mis relaciones con los seres y las cosas son momentáneas. Soy un viajero que atraviesa el inmenso universo.

Soy un viajero desprovisto de equipaje. Este hombre, a través del cual me expreso, no es más que un instrumento de acción y percepción. No me pertenece. Ha sido engendrado por la Naturaleza, y pronto me será retirado.

Al no poseer ni cuerpo, ni sentimientos, ni mente, soy un viajero inmóvil que mira por la ventana del tren, y contempla el mundo exterior e interior del hombre.

Soy el Inmutable delante del cual se agita el mundo.

Yo soy el eternamente solo que se distrae con el espectáculo del universo.

No hay nadie a mi lado sino los abismos de eternidades sucesivas.

Las ilusiones de posesión e identificación con el hombre, me parecen máscaras que ocultan mi soledad cósmica. Disipando estas ilusiones, cultivo una lucidez fría. La lucidez helada de los espacios infinitos.

En esta lucidez y en este frío no hay dolor. El dolor es cálido. El dolor es un espectáculo.

Y yo soy el eterno espectador solitario.

En mi aislamiento integral, alcanzo el extremo de mí mismo.

Por la toma de consciencia de mi aislamiento metafísico y cuando esta toma de consciencia desciende a mi cotidianidad, y colorea la mirada con la que veo los seres y las cosas, corto todas las ataduras psicológicas que me ataban al mundo, y accedo al desapego integral.

Integralmente desapegado, soy libre. Sin desapego no hay libertad.

Todo apego, todo sentimiento de identificación o de posesión hacia algún elemento físico o psíquico del hombre o del universo, me encadena al hombre o al universo.

Sufrimos el destino de aquello a lo que estamos encadenados, por lo tanto por el desapego integral, dejo de tener destino. Todos los destinos son exteriores a mí. Son los diferentes espectáculos los que tienen destinos.

En mi soledad integral, en la amplificación, la profundidad, y la integración de mi soledad, obtengo la libertad.

Me encuentro entonces cara a cara conmigo mismo. Con un yo indeterminado e indeterminable.

Hay que ir hasta allí.

Después de haber llegado al extremo de mí mismo, debo comprender que yo no soy la totalidad de lo inmutable y de lo incondicionado. Debo presentir intuitivamente que soy una parcela del vacío cósmico, delante de la cual desfilan los abismos del tiempo.

Abriéndome a la totalidad, abandono mi aislamiento, mientras la indescriptible fusión entre la parcela y la globalidad se realiza.

Desde entonces, la soledad es sobrepasada y alcanzo la plenitud.

Una beatitud que está mucho más allá de las alegrías humanas. Llegando al extremo de mí mismo, siento como este extremo realiza una fusión expansiva con el infinito.

He aquí por qué el conquistador de la lucidez debe ir hasta la suprema soledad, y después romper su soledad para encontrar lo Divino que es la totalidad de la Transcendencia inmutable, de la cual él no es más que un fragmento.