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LA UNIÓN MÍSTICA


El ser humano está compuesto de una personalidad que no es más que un ensamblaje temporal de componentes materiales y psíquicos, y por otra parte, de una consciencia individual, es decir, de un alma inmutable, que es el Yo supremo de cada uno, y que participa plenamente en la intemporalidad bienhechora del Absoluto, de quien es una faceta inafectada por las vicisitudes de la existencia.

El hombre se encuentra inmerso en la ignorancia, ignorancia que le hace creer: Yo soy este hombre que vive, que piensa, que actúa. Identificándose al hombre, la consciencia se ata a los goces efímeros que este experimenta. Por esta atadura, esta sed de vivir, este miedo a la muerte, se encuentra encadenado al ego y desconoce su verdadera naturaleza. La realización espiritual consiste pues en romper las ataduras que aprisionan la consciencia, en disipar la ilusión y conocer nuestra unidad con el Absoluto.

Es fundamental comprender que no somos el hombre. Nuestro verdadero yo, nuestro yo supremo, es parte indisociable del Absoluto, del Espíritu Divino, eterno contemplador y Señor del universo. Por lo tanto debemos llegar a trascender la consciencia egótica, para vivir al nivel de nuestra verdadera naturaleza, que es la consciencia Divina.

Tal es el objetivo de la realización espiritual hacia el cual tienden todas las religiones y por la cual, las inmensidades de la beatitud nos serán conocidas.

Las pasiones y los temores son los que encadenan a nuestra consciencia a la condición humana. Debemos lograr un total desapego hacia las cosas terrestres.

Cuanto más poderosas son las pasiones, los deseos y los apetitos del individuo, más identificada estará la consciencia, clavada a la materia, ciega a las realidades supremas, y más difícil le será la unión transcendental con el Absoluto. El camino de la unión mística empieza con el renunciamiento, pero el renunciamiento por sí solo, no es capaz de resolver el escollo más temible, el egoísmo. Es por amor, amor al Señor, amor al otro y el don de nosotros mismos como podremos disipar la nube negra del egoísmo. Es inútil soñar con liberar nuestra consciencia de las ataduras del ego, mientras este ego siga conociendo la inflamación pletórica que es el egoísmo.

¡Y qué decir del orgullo!. Al igual que el egoísmo, es una inflamación del yo. Esto se concibe fácilmente: en el orgullo la individualidad no se conforma con identificarse erróneamente al yo humano, sino que se glorifica de esta identificación. Así, el colmo de la absurdidad es alcanzado.

Debemos desprendernos de los contenidos del ego para poder superarlo y lograr no identificarnos con él, para identificarnos con nuestra verdadera naturaleza que es la consciencia intemporal del Ser Divino. Identificándonos con nuestra verdadera naturaleza, descubrimos el carácter transcendente de nuestra esencia.

Un grave error que puede cometerse cuando se ha percibido intuitivamente el carácter transcendente de nuestra naturaleza última, consiste en considerarla como una especie de super-ego en el que volvemos a encontrar nuestra personalidad, pero ahora magnificada e inmortalizada. Haciendo esto, acabaremos en un culto a un yo deificado, al cual le atribuiremos las prerrogativas del Espíritu Eterno, declarando: “Soy Dios”. Nada mejor para hinchar el ego humano con una importancia desmesurada y bloquear todo camino hacia una realización espiritual verdadera, la cual no consiste en sentarse sobre un trono teológico, sino en avanzar hacia un renunciamiento interior progresivo, gracia al cual, lo superficial deja de disimular a lo original.

Es cierto que somos Dios, o más bien, nuestra verdadera naturaleza es idéntica e inseparable de la de Dios. Pero nada de lo que somos en tanto que hombres es Dios. Todos los elementos que componen el yo humano son la resultante de diversos procesos que derivan del dominio de la naturaleza, y todos ellos son impermanentes. Esto es así, no sólo en lo que respecta a los aspectos físicos, sino también en lo que respecta a los elementos psicológicos y psíquicos, pensamientos, sentimientos y aspiraciones. La personalidad no es más que un ensamblaje pasajero que no contiene nada que sea eterno, y está absolutamente vacía de nuestra verdadera naturaleza. En nuestro yo supremo ningún rastro del yo humano, ningún rastro del que escribe, del que lee. Ningún rastro de las tendencias, gustos, aspiraciones y actitudes características que componen la personalidad.

En la transcendencia de nuestra verdadera naturaleza, no queda sitio para una especie de personalidad sobrehumana, dotada de poderes y de atributos extraordinarios. Transcendencia quiere decir más allá de toda clase de calificación, y por lo tanto, más allá de todo individualismo, sea sobrehumano o super-sobrehumano. Precisamente porque nuestra naturaleza individual última, supera toda calificación personalizada, logra ser una con la naturaleza eterna, universal, atemporal y trascendente de Dios.

Unidad no quiere decir equivalencia. Nuestra consciencia es indisociable de la Consciencia de Dios. Su naturaleza es idéntica, pero nuestra consciencia no es la consciencia Divina en su totalidad. Nuestra consciencia es Dios en tanto que fragmento. La naturaleza de un fragmento es idéntica a la naturaleza de la totalidad, pero Dios engloba y sobrepasa la totalidad de los fragmentos de consciencia, o si se prefiere, la multitud de focos de consciencia individualizados que contiene intrínsecamente.

La prueba de esta no equivalencia se encuentra en el razonamiento siguiente: Si mi consciencia es la de Dios, en lugar de ser simplemente indisociable de la consciencia Divina, yo percibiría la totalidad del universo. Pero lo que yo percibo, de lo que yo tengo consciencia, no es más que de un fragmento del universo. Yo soy pues consciencia individualizada, mientras que Dios, que percibe la totalidad del universo, es consciencia universal.

Yo soy uno con el Ser divino al nivel de mi esencia, pero soy distinto de Él al nivel de mi individualidad.

Somos en nuestra esencia transcendente el Ser Divino, y no lo sabemos.

Por esta ignorancia metafísica estamos separados de Él, inconscientes de su Realidad.

La iniciación, y el trabajo espiritual de cada uno, disipa esta ignorancia. Disipándola, la inconsciencia transcendental se encuentra reemplazada por la Consciencia transcendental, y la separación metafísica, a causa de la cual el hombre estaba de alguna forma exiliado de su origen, se sustituye por la unión mística, y así, la grieta que separaba a la parte del todo, se encuentra colmada.

Desde otro punto de vista, nuestra unión con Dios es algo ya realizado. Estamos, estaremos y siempre hemos estado unidos a Él, ya que todo es inseparable de Dios.

Realizar la unión mística, es tomar consciencia de la existencia de esta inalterable unión. Y es tomando consciencia de su existencia cómo, a nuestro nivel, la hacemos efectiva. Pues si somos inconscientes de la indisociable unión que nos une con Dios, esta unión no existirá para nosotros.