IMPERMANENCIA
Las fuerzas de vida y las de muerte están íntimamente entrelazadas. Las fuerzas de destrucción realizan su obra para permitir el nacimiento de nuevas formas de vida. Si la muerte no realizara su trabajo incesante, haría mucho tiempo que la vida se habría quedado paralizada en estructuras anquilosadas. Gracias a la muerte, la vida vive perpetuamente nueva, fresca y maravillosa.
Vida y muerte son inseparables, forman parte del mismo ritmo eterno.
Ciertas personas no iniciadas en los misterios del Universo, no aceptan lo que han dado en llamar, el escándalo de la muerte. No han comprendido la monstruosidad que sería una vida prolongada indefinidamente. No han observado la Realidad lo suficiente como para darse cuenta de que una vida que no desembocara en la disolución de la muerte, sería una vida prisionera de sus propias formas. Una vida sin esperanza, incapaz de renovarse, de evolucionar hacia el infinito. Pues es necesario disolver con la muerte las formas de manifestación antiguas para que nuevas formas, más grandes e inmensas, puedan ver el día. La inmortalidad al nivel de la manifestación fenomenal, sería el bloqueo del empuje vital de la existencia. ¡Qué desgracia sería la inmortalidad de una personalidad!. Todo lo que es personal es limitado y debe someterse al ciclo de crecimiento y desaparición. Si esto no fuera así. El Universal que es inmortal, en vez de actualizarse de una forma evolutiva utilizando una multitud de manifestaciones específicas y temporales, se manifestaría de una forma estática, encontrándose así aprisionada en pequeñas, irrisorias, mezquinas y definitivas manifestaciones particulares.
Así, sin la muerte, el universal, de donde procede lo individual, se encontraría limitado por lo particular.
Por medio de la muerte, rompe sin cesar los caparazones que ha segregado, y en una renovación constante, va siempre más allá del precedente.
Por eso la muerte, la de los otros o la nuestra, no es triste. Morir es abandonar un viejo vestido ya estrecho, para ir hacia otra vida, nueva y más vasta.
Debemos amar las formas de vida en su impermanencia misma. La lucidez consiste en no olvidar nunca esta impermanencia, haciendo reposar sobre ella la expresión de nuestras afecciones.
Los que no han comprendido nada tienen miedo de la muerte y de la impermanencia. Tratan de olvidarla y de vivir como si no existiera. Aman como si la muerte y la separación no existieran. Y cuando la ley de la impermanencia produce sus frutos, tomando o destruyendo lo que amaban, se sienten abatidos, desgarradas por la estupefacción y el dolor.
Si queremos conocer la paz interior, es necesario que nuestro amor por la muerte sea tan grande como nuestro amor por la vida. Muerte y vida son las dos caras de la misma Realidad. Estar Despierto es aprehender la Realidad. La verdadera Realidad es inmensa, pero está despojada de sensiblerías estúpidas. Algunos se imaginan que el hombre despierto es insensible y que su corazón es de hielo. Son incapaces de comprender que su sensibilidad y su amor engloban la vida y la muerte, en vez de atarse desesperadamente a la una para huir desesperadamente de la otra.
Debemos reconocer que el espíritu de la mayoría no está adaptado a la Realidad. Se aferran a una representación existencial equivocada. Esta falsa representación es el fruto de sus concepciones.
Como no le es posible al hombre modificar las leyes fundamentales de la existencia humana, necesita modificar sus concepciones de manera que pueda adaptarlas a las condiciones de la existencia y de la impermanencia que las caracteriza.
En la mayoría de los casos revestimos nuestra sensibilidad de quimeras. Actuamos y amamos como si las personas fueran inmortales, como si los sentimientos no se transformaran o modificaran, como si la separación no fuera susceptible de suceder a la unión, como si todas las cosas no estuvieran sometidas a la impermanencia y a los cambios permanentes.
No es absurdo amar a una persona en particular, pero carece de sentido aferrarse a la manifestación corporal de una individualidad, ya que está llamada a desaparecer. Es hermoso constatar que una unión conyugal verdadera y profunda ha podido durar tanto tiempo como la existencia de los cónyuges, pero es una locura querer amar a toda costa a una persona particular durante toda nuestra existencia y hacerse muchos sueños al respecto, cuando verdaderamente desconocemos si nuestros sentimientos o los suyos durarán mucho tiempo. Del mismo modo es exaltante realizar o tratar de realizar múltiples cosas, pero es absurdo poner nuestras esperanzas en la realización o la durabilidad de nuestras empresas.
Hay que mirar las cosas de frente. Hay que aprender a vivir en función de la Realidad. Vivir según nuestros sueños es exponerse a vivir crueles sufrimientos y desilusiones. La vida no es cruel, puede parecernos así porque la interpretamos en función de la representación de nuestros insensatos deseos. Los deseos son engendrados por las divagaciones de la mente, divagaciones de las que debemos apartarnos definitivamente.
Saber que todos los hombres son mortales y que todas las relaciones interhumanas son temporales, no es suficiente. Debemos dar a nuestras afecciones una tonalidad especial en función de esta verdad. Esto quiere decir que hay que amar la mujer y no a esta o aquella mujer. A pesar de que sea natural que este amor por la mujer se exprese con una intensidad particular y a veces espontáneamente exclusivo en una persona determinada. Si amamos la mujer, todas las mujeres que encontremos serán ocasiones que permitirán a nuestro único amor manifestarse. En cuanto a saber si nuestro único amor se expresará en una única personalidad humana o en un número más o menos grande de personalidades, no es asunto nuestro, es nuestro destino el que lo dirá, y solamente al final de nuestra vida podremos responder con precisión a este tipo de preguntas.
Del mismo modo no hay que amar a este amigo o al otro, aferrándonos a su personalidad. Hay que amar la amistad en sí misma, la cual es susceptible de manifestarse a través de miles de personas. De una forma igual debemos amar los niños, todos los niños, y no éste o aquél, y esto incluso si nuestros lazos de parentesco o vecindad hacen que, de una forma natural, nuestro amor hacia los niños se exprese en algún niño concreto.
Trabajemos por el amor al trabajo y no por el fruto que podamos sacar, porque este fruto es impermanente. Amemos por el placer de amar y no por la durabilidad de tal o cual tipo de relación amorosa o afectiva.
Esto no es una invitación a buscar sistemáticamente el cambio. Durabilidad y cambio afectivo deberán ser fenómenos espontáneos y no la consecuencia de una política deliberada, representando una crispación con relación a una forma típica de relación; crispación engendrada por la no aceptación de la imprevisibilidad de lo cotidiano.
Mientras no integremos a nuestra forma de aprehender la existencia la toma de consciencia de la impermanencia, nuestra actitud no será realista, y seremos la presa de las ilusiones engendradas por la mente. La resultante de estas ilusiones es el lote infinito de sufrimientos.
Amar lúcidamente es amar sabiendo que el amor es inmortal; y sintiendo al mismo tiempo, que todas las formas o realidades vivas que amaremos son pasajeras. No se trata de pensar en ello de vez en cuando. Es necesario que esta toma de consciencia de la impermanencia, forme parte de nuestras percepciones cotidianas. Por medio de esta toma de consciencia, una profunda transformación en nuestra manera de ver y de sentir se producirá. A partir de entonces, nuestras afecciones se mantendrán en el seno de una consciencia de lo efímero, revistiendo otro carácter.
Serán más vastas y menos posesivas, más profundas y sin embargo más desinteresadas. Cuando el objeto nos sea retirado, no seremos heridos más que en lo superficial, ya que nuestros sentimientos se habrán edificado no en lo efímero sino en lo que se expresa a través de lo efímero. Las decepciones inevitables no serán dramáticas rupturas, pues no amaremos lo particular por sí mismo. Hacerlo sería obstinarse en seguir el camino del dolor. Es tomar el medio por un fin en sí mismo. Es tomar por finalidad lo que no es más que una aparición pasajera. Nuestro verdadero amor será el del eterno Universal, y será a través de lo particular como amaremos las manifestaciones de lo Universal.